jueves, 16 de febrero de 2017

Melodías de la Sangre Prólogo

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Dedicado a la memoria de mi padre.
Porque el amor que siento por ti,
no tiene expresión humana
ni expresión escrita creada.
-Maialen A.-


Melodía Nº 0 Prólogo

El laboratorio militar de investigación científica de Nueva Zelanda estaba repleto de aparatos de última tecnología, máquinas e ingenios que habrían hecho las delicias de cualquier científico en aquellos tiempos. Muchos de los inventos allí reunidos lograban ver y modificar cosas cuya existencia era insospechada para la inmensa mayoría de los civiles. La población mundial desconocía por completo lo que ocurría realmente en el mundo, era un acontecimiento tan importante que sin duda, habría quedado impreso en los anales de la historia y la humanidad de haberse hecho público. Pero eso sólo habría pasado si hubieran logrado descubrir lo que ahora sabían antes del apocalipsis.
Un grupo de científicos de lo más heterogéneo, trabajaba las veinticuatro horas del día en una sala circular e inmensa, cuyas paredes consistían en enormes pantallas de ordenador y que estaban vigilados constantemente por la policía secreta y el ejército. En el centro exacto de la misma, había una especie de caja rectangular que estaba monitoreada, a primera vista se podía saber que el experimento principal tenía que ver con aquel misterioso objeto. Revisando los últimos resultados, se encontraba uno de los investigadores principales del equipo, Mark Collins era el máximo responsable de todo aquello. Parecía inquieto, tal vez incluso nervioso, algo no estaba saliendo como esperaba. Se limpió el sudor intranquilo y ajustó la bata blanca que se le había desabrochado.
—Revísalo otra vez —ordenó el doctor Collins a uno de los ayudantes asomándose por encima de su hombro, logrando intimidar al estudiante con su presencia—, cuantas veces sean necesarias. Estos resultados son completamente inaceptables, tiene que haber alguien más.
—Pero señor, ya lo hemos hecho más de siete veces y el resultado sigue siendo el mismo —confesó el joven hecho un manojo de nervios.
Ante esta confesión, Mark Collins comenzó a caminar de un extremo a otro de la sala, pisando con fuerza el suelo de mármol gris tan pulido que le devolvía su reflejo exaltado. Su pelo, usualmente engominado, se escapaba rebelde por culpa del sudor, sus manos pálidas y crispadas por los nervios no lograban volver a abotonar la bata y sus ojos azules claros se encontraban enrojecidos de tensión. Los miembros del equipo inicial se dieron cuenta en ese momento de lo mucho que le había envejecido aquella obsesión por conseguir lo que quería pese a lo joven que era, un hombre que se doctoró el segundo de la promoción con la edad justa. Su futuro debería haber sido brillante, pero después de que los militares se pusieran en contacto con él y le mostraran la verdad que nadie sabía, se obsesionó por encontrar una manera de salvar a la humanidad, y ahora los resultados eran así…
Su desasosiego venía dado por varias razones, y la que más temía en ese instante, era que tendría que presentarse de inmediato ante el consejo de los Estados para el que trabajaba. Un consejo en el que participaban Europa y Estados Unidos junto con la colaboración de Rusia y China, una unión impensable, si se conocía en algo la historia de la humanidad antes del apocalipsis, pero que varias circunstancias les habían forzado a tal situación. Mark sabía que se habían dado órdenes en varios países para armar a los ejércitos si se presentaba esa necesidad, y el proyecto en el que trabajaba con tanto fervor, podría significar la clave para que todo se resolviera sin una guerra atómica. Pero los resultados eran insuficientes e insatisfactorios, era evidente que jamás aceptarían su proyecto de continuar de aquella forma. Sin embargo, se equivocaba.
—Señor, la sala está preparada —avisó un soldado entrando por la puerta sin anunciarse, como hacían todos ellos. No parecían ser conscientes de que cualquiera de esos sobresaltos podía afectar a los materiales volátiles que tenían acumulados por el laboratorio—. Le esperan en el centro de reuniones.
Mark maldijo mentalmente al tiempo por correr en su contra y a todo ser vivo mientras salía tras el soldado, flanqueado por otros dos y seguido por un cuarto. En momentos como éste se sentía como un reo directo al patíbulo.
Atravesaron un corredor con una decoración austera y carente de cosas innecesarias, con paredes de hormigón armado e inscripciones codificadas que identificaban la base militar. Llegó a la puerta de la sala en la que se encontraría con los representantes de los países involucrados en aquel proceso. Abrió, dando gracias a dios de que sólo fueran hologramas y no personas reales, como mucho tiempo atrás lo habrían sido, porque en el fondo, él siempre fue un hombre cobarde.
Vio la tribuna en el centro de la sala, a escasos metros de su persona, y caminó con lentitud al tiempo que observaba las mesas abarrotadas de imágenes holográficas, con un realismo que las hacía tan nítidas como su propio reflejo frente al espejo.
Era una sala inmensa, llena de mesas con las marcas identificativas de cada país y cada representante frente a cada una de ellas.
Antes de hablar preparó su hoja de informes y ajustó el micrófono lo suficientemente cerca como para que sonase sin interferencias, todo ello con la vana esperanza de conseguir tranquilizarse antes de tener que tomar la palabra. Lo que tenía que informar no era bueno, se pasó una mano por el pelo y enderezó el cuerpo, tratando de aparentar una seguridad que no poseía.
—Tras la prueba del mes pasado, hemos buscado en la base genética de datos de la población a escala mundial. Los resultados han sido totalmente inesperados —hizo una pausa mientras veía a gran parte del público frunciendo el ceño, estaba claro que no esperaban un fracaso rotundo y que no les gustaba nada la noticia—. Sólo cuatro individuos de la misma familia llegan a ser aptos para el proyecto. De los que tres seguramente serán descartados; uno por su elevada edad, otro por embarazo y el tercero por ser demasiado joven.
—¿Y el cuarto? —se alzó una voz desde las filas de atrás, se le notaba interesado, pero sobre todo aliviado porque no fueran tan malas noticias como esperaban.
—El cuarto es una joven. Una simple dependienta —murmuró con desinterés y una pizca de desprecio, jamás se plantearía exponer a una chiquilla a tal riesgo por un proyecto que, al parecer, comenzaba a hacer aguas.
—Si es la única apta, tendremos que conformarnos —contestó con serenidad el representante de Francia, encogiéndose de hombros con un gesto poco profesional.
El profesor Collins observó a los presentes con asombro y desprecio, la gran mayoría de los miembros del consejo asentían con la cabeza mostrando su conformidad, y él sólo podía pensar en lo imbéciles que podían llegar a ser los dirigentes del mundo. Su gran proyecto de criogenización iba a quedar en manos de una joven que apenas cumplía los veinte años, eso era algo que no cabía en su privilegiada mente. Alguien que no tenía ni tan siquiera una carrera universitaria no podría jamás alcanzar a comprender el valor de su labor... Una mujer que trabajaba en una pobre librería en un barrio de mala muerte. La única razón por la que no se quejó ni trató de imponerse era tan simple que daba pavor, ellos podían hacerle desaparecer definitivamente del sistema y utilizar la información que había acumulado en sus investigaciones, y si el proyecto debía continuar tanto con él, como sin él, seguiría con aquello hasta el final.
—Se votará, tal como se estipula en el protocolo de reacción que se recopila en el dictamen de las Naciones Unidas y en el real decreto de los derechos humanos revisados tras el desastre de 2020.
Como bien temía Mark en un primer momento, todos aquellos burócratas estaban de acuerdo con la idea, pero también sabía que estaban poniendo precio a su cabeza, decidiendo sin consultar a los auténticos dirigentes del mundo, es por esto que el doctor no se sorprendió al ver las aparentes vacilaciones de sus máximos responsables.
Era evidente a simple vista que aquellos hombres pensaban primero en sí mismos, pese a todo, también estaban corriendo riesgos por el bienestar común.
—Me ocuparé de prepararlo todo, en unos diez días presentaré un último informe con los nuevos datos recogidos a la espera del veredicto del consejo —sugirió aparentando desconocer que su respuesta sería positiva, mientras hubiera posibilidades por mínimas que éstas fueran, su respuesta sería la misma.
Dio media vuelta y salió sin mirar atrás mientras los comentarios de aquellos hombres se alzaban apuñalándole la espalda. Toda su vida se había volcado en la criogenización, poder congelar un cuerpo durante décadas, durante una eternidad, a la espera de que surgiera una cura para alguna enfermedad o simplemente, por lograr la «vida eterna». Pero todos sus sueños e ilusiones se habían truncado en el mismo momento en el que se había descubierto una nueva especie de seres que amenazaban la vida y la paz sobre la tierra, ¿su nombre? Vampiros.
No sabían cuál era el propósito de la aparición masiva de estos seres a ciencia cierta, pero sus ataques habían ido incrementándose en la última década, y ya tenían víctimas a escala mundial. Todo intento de entablar un acuerdo con esa raza había sido sistemáticamente desechado, ellos no querían negociar, los vampiros querían reinar sobre los mortales, y para éstos últimos, la esperanza era escasa, habían intentado de todo con tal de purgar su peligrosa existencia sin éxito. Las balas les atravesaban sin matarlos, su capacidad de regeneración era absolutamente increíble y su fuerza no tenía equivalente en el reino animal.
En el mismo momento en el que vieron que se avecinaba una guerra en la que los humanos llevaban todas las de perder, se había creado el consejo en un estricto secreto. Su misión era simple, encontrar una solución.
Y allí estaba Mark, con su magnífico estudio y su tesis doctoral, a quién llevaban vigilando más de dos décadas. Los militares no podían defenderse de aquellas bestias sin acabar con toda la humanidad, su única arma eficaz mataría todo ser vivo sobre la faz de la tierra, así que su última esperanza fue puesta en un científico medio loco, que estaba obsesionado con su investigación. La investigación más brillante que jamás hubiese existido, el proyecto de toda una vida, ahora estaba en manos de una pobre muchacha que ni imaginaba el futuro que le esperaba.
A varios kilómetros del laboratorio, en el centro de Auckland, Nueva Zelanda, vivía Meryl, una joven de la que a primera vista se podía percibir su carácter apacible y tranquilo, que sentía una gran desconfianza de sí misma y que se ocupaba día tras día de su madre y hermano menor tratando de sacarlos adelante. Su padre era un alcohólico sin posibilidad de rehabilitación que se había marchado para no volver jamás, abandonando a sus dos hijos y esposa, y aunque aquello fue un soplo de aire fresco en sus vidas, económicamente fue desastroso. Desesperada, Meryl encontró un trabajo en una antigua librería propiedad de su anciana vecina, no teniendo más remedio que ocuparse ella de todo a su corta edad, cosa que no suponía ningún problema en su opinión, porque al fin y al cabo, ellos eran lo que más quería en el mundo. Sin embargo, Meryl no se podía imaginar el desastre que estaba a punto de caer, no sólo sobre ella, sino sobre toda la humanidad. 
El día amaneció nublado y como de costumbre, lleno de humedad. La muchacha no había dormido bien aquella noche, las pesadillas habían sido continuas y no pudo descansar más de dos horas seguidas.
—¿Cariño, recoges tú hoy a George?
—Sí, claro mamá —contestó sonriente, le alegraba poder aliviar el peso que llevaba su madre sobre los hombros— ¿Llegarás tarde?
—Tengo turno doble en el hospital, este mes vamos muy justos.
—Ya veo.
Se fue a trabajar pensativa, había meses en los que las deudas de su padre las ahogaban y la hipoteca de la casa era lo primero que debían pagar, pues no podían arriesgarse a quedarse en la calle. Más o menos se las iban arreglando entre las dos para salir adelante, pero los dobles turnos de enfermera destrozaban la salud de una madre a la que adoraba profundamente. También estaba el pequeño George, que tan sólo tenía catorce años, estaba creciendo y aunque fuese un chico tan joven, comprendía la situación y no pedía nada,  aun así, ambas se desvivían por darle todo lo que podían conseguir.
La mañana marchaba tranquila, había muy poca clientela en una pequeña librería medio escondida en un barrio desolado por la nueva crisis económica. La ausencia de movimiento le producía una paz que agradecía profundamente, tenía muchas cosas en las que pensar, como por ejemplo, buscar un segundo trabajo, porque como continuasen así las cosas, su madre y su hermano lo iban a pasar muy mal. El tintineo de la puerta la despertó de su ensoñación bruscamente.
—¿Meryl Smith? —preguntó un hombre uniformado nada más poner un pie en la tienda.
Creyendo que se trataba de otro acreedor a quien debían dinero, comenzó a empalidecer y a ponerse nerviosa, seguidamente contestó con un tímido movimiento de cabeza.
—¿Qué quiere? —dijo tras unos segundos, su voz tembló levemente.
—Necesito que me acompañe señorita.
—¿Dónde? Mire, si es por un asunto de dinero…
—No es eso —otro hombre entró en la tienda uniéndose a la conversación—. Necesitamos que nos acompañe, si obedece sin rechistar, será algo beneficioso para usted y su familia.
—No puedo simplemente irme con dos desconocidos —repuso arqueando una ceja evidentemente asustada.
—Tenemos órdenes de llevarla, es su elección la forma de hacerlo.
Sintiéndose amenazada por ambos hombres de aspecto rudo y tamaño fuera de lo común, se levantó de la vieja silla de dependienta sin dejar de mirarles, cogió su bolso y agarró con fuerza las llaves de la tienda, en un ineficaz intento de aparentar tranquilidad. Si había aparecido una nueva deuda por arte de magia, se ocuparía ella de todo sin tener que comunicárselo a su madre, no quería darle más preocupaciones.


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